Por Raimundo Marchant
Septiembre de 2020

La historia de América Latina ha estado siempre marcada por períodos dolorosos. Desde la colonización y la imposición a sangre y fuego de la corona ante los pueblos y civilizaciones precolombinas, hasta la fiebre del oro y los recursos naturales. Luego de las independencias vinieron los estados contra sus propios pueblos: las dictaduras. Decenas de ellas. Decenas de años. Hasta hace no mucho, para una transición democrática en el auge del neoliberalismo global del siglo XXI. Pero y desde ahí, ¿qué?.
Hoy latinoamérica vive otro periodo oscuro. Tanto así que no podemos saber del todo lo que ocurre. Entre revueltas, masacres, corrupción y persecución en México, Colombia, Brasil, Nicaragua, Bolivia, Honduras, Perú, Venezuela, Paraguay, Ecuador, Argentina, Chile (entre otros) han estado marcados por la inestabilidad y la crisis social, especialmente durante este y los últimos años.
Uno, tan sólo uno de los aspectos de estas problemáticas que vivimos la aborda el Acuerdo de Escazú, mediante la estandarización de criterios para los procesos de justicia, democracia y participación en asuntos medioambientales. Porque esta crisis también tiene relación con la saturación de proyectos de índole extractivista y el cómo éstos han conflictuado a muchos – sino todos – los pueblos de latinoamérica, a un punto crítico. Y ello ha llevado a enfrentar a la empresa privada con comunidades completas, quienes también se enfrentan a los estados. Situación grave, documentada, por ejemplo, por Joan Martínez-Alier (economista ecológico que recomendamos en Raíces) al plantear lo que él ha denominado el “ecologismo de los pobres”: cómo las luchas sociales de territorios en riesgo o contaminados se levantan por un ecologismo de sobrevivencia. Latinoamérica ha sido ecologista por necesidad y urgencia.
Hoy, es la región más peligrosa del mundo para ser activista ambiental: 212 dirigentes ambientales fueron asesinados en América Latina sólo en 2019 (según informe de la ONG Global Witness, 2020). A nivel mundial, 1558 activistas fueron asesinados entre 2002 y 2017, según una investigación de la Universidad de Queensland publicada en la prestigiosa revista Nature (Butt et al., 2019). De esta última cifra, el 40% ocurrió en contra de activistas de origen indígena, y el 68% del total, ocurrió en latinoamérica.
No olvidamos a Berta Cáceres, dirigenta feminista y ecologista hondureña cuyo impactante asesinato dio la vuelta al mundo en 2016, mostrando la punta de un iceberg. Y en Chile no nos escapamos de esto. Basta con recordar la historia de las hermanas Quintremán, a fines de los años 90. Estas ancianas mapuche pehuenche del Alto Biobío quienes asediadas por el proyecto hidroeléctrico Ralco de ENDESA-España lideraron una lucha campesina digna de admiración. La represa finalmente se construye a pesar de la resistencia, inundando con ello el cementerio de la comunidad: las tumbas están hoy a más de 100 metros de profundidad. Y Nicolasa, una de las ñañas, fue encontrada poco tiempo después de la inundación, ahogada, sin vida, en la misma laguna artificial que motivó su lucha. Una comunidad relocalizada, golpeada, que aún no encuentra justicia.
O a Macarena Valdés, activista en contra de una represa en el río Tranguil en Panguipulli, quien amenazada y asediada por las empresas RP Global y SAESA, fue encontrada sin vida por Francisco, su hijo de 11, colgada de una cuerda, con su bebe presente en el lugar, en 2016.
Alejandro Castro, joven activista de Quintero, quien participó de las movilizaciones por la saturación de contaminantes en la población de Quintero y Puchuncaví (denominada una de las tantas “zonas de sacrificio” de Chile), a partir del complejo termoeléctrico e industrial de esa zona costera. Fue encontrado ahorcado en las rejas de la vías del tren, luego de amenazas, en plena movilización social de 2018. Camilo Catrillanca, joven mapuche activista asesinado por la espalda por carabineros en 2018, en presencia de un menor, posteriormente torturado, en el marco de la “Operación Huracán”, la cual no sólo fue por Camilo, sino previamente mantuvo de prisionera política en varios períodos distintos a la machi Francisca Linconao, ñaña también activista ambiental, defensora del lawen y el derecho al culto y espiritualidad, junto a otros varios comuneros que, mediante pruebas falsas, fueron encarcelados (luego absuelto de todos sus cargos).
Esta misma operación, de no haberse desenmascarado como un oscuro montaje, iba por Nicasio Luna, el joven cantor y payador del Baker, que con su poética patagona brega por la comunidad y la lucha por proteger a la patagonia y su naturaleza. Fue visto como una amenaza: lo intentaron ligar al tráfico de armas por la frontera, asociándolo a Santiago Maldonado (activista ambiental mapuche detenido desaparecido en Argentina en 2017), para calificarlos como terroristas, todo a través de la fallida “Operación Andes”, una rama de la Operación Huracán, coordinada por el general Villalobos, investigada y documentada por Ciper.
Uno de los casos recientes más emblemáticos es el del lonko Alberto Curamil: galardonado en los Goldman Environmental Prize, el “nobel ambiental”, en 2019. Premiaron al dirigente mapuche de Curacautín por liderar la lucha en contra de las hidroeléctricas, logrando aunar a la comunidad y detener el avance de dichos proyectos. Alberto no pudo ir a recibir el galardón a San Francisco (USA): lo asociaron a un asalto armado y lo tuvieron más de un año en prisión, para luego ser absuelto de todos los cargos, en lo que calificaron como un montaje.Estando como prisionero político, fue su hija Belén Curamil a recibir el galardón, dando un potente discurso hacia el mundo. ¿Alguien cree que Belén o Alberto fueron portada de algún diario? Pues no. Lamentablemente, sólo un par de medios de comunicación difundieron esta noticia.Así ha sido la dolorosa historia de sólo algunos dirigentes sociales que han puesto sus esfuerzos en la lucha ambiental. Así han habido montajes, prisiones políticas, asesinatos, pero también persecución, hostigamiento, amenazas. A la activista y guardiana de semillas Patricia “Dedos Verdes”, o activistas del agua, como Rodrigo Mundaca de MODATIMA; hasta en Cochamó, en contra de trabajadores de prensa y comunidad activista. A dirigentes estudiantiles, a dirigentes gremiales… Así ha sido nuestra transición, con nuestros gobiernos democráticos, en la medida de la posible, con cientos de conflictos y tragedias socioambientales a la rastra. ¿Cómo no atemorizarse desde el activismo socioambiental, cuando en pocos años hemos visto tanta violencia en torno a ella? El Acuerdo de Escazú viene justamente a abordar esto.
Pero ¿qué propone el Acuerdo de Escazú?: El Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe (Acuerdo de Escazú), es un tratado internacional firmado por 22 países de América Latina y el Caribe respecto a protocolos para la protección del medio ambiente, buscando mejorar las condiciones de democracia, participación y justicia ambiental. Michel Forst, uno de los 27 expertos en derechos humanos redactores del acuerdo plantea que “este acuerdo es un importante paso adelante en la protección y salvaguardia de las y los defensores de derechos humanos en asuntos ambientales. Al establecer disposiciones vinculantes específicas, los Estados latinoamericanos y caribeños no sólo reconocen la grave y preocupante situación a la que se enfrentan los defensores ambientales en países de la región, sino que también están tomando medidas concretas para reafirmar su papel y respetar, proteger y realizar todos sus derechos”.
Este 26 de septiembre vence el plazo para que Chile se convierta en firmante de un acuerdo que el mismo país promovió durante el primer gobierno de Piñera. Chile, quien preside la COP 25 (principal conferencia de desarrollo sustentable del mundo), negoció con 24 países de Latinoamérica y el Caribe los términos del acuerdo durante 2018. Recordamos los discursos del presidente en ese año en la ONU diciéndole al mundo que el desarrollo “será sostenible o no será”. Hoy, se resiste a firmar un acuerdo directamente ligado a esto. ¿Por qué?La revuelta social de octubre de 2019 nos dejó claras varias cosas. Una de ellas, es que el actual gobierno cometió violaciones reiteradas a los derechos humanos y delitos de lesa humanidad, y negó los informes de Amnistía Internacional, del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), de La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, y de la Human Rights Watch (HRW): todos coincidentes en que hubo una grave vulneración a los derechos humanos en manos del gobierno. Fueron miles de casos, la mayoría impunes. Ante eso, no es de extrañarse que se niegue la firma a un acuerdo que aborda la temática de los derechos humanos. Sin embargo, y con mayor razón, es de exigir que este Acuerdo sea firmado por Chile. Porque no podemos depender sólo del criterio interno para el acceso a la justicia ambiental, en un país lleno de conflictos socioambientales, ni podemos dejar a criterio de nuestros gobernantes el respeto por los derechos humanos cuando son los responsables de miles de violaciones a ellos.
El canciller A. Allamand, argumenta que no corresponde la firma porque “mezcla derechos humanos con medio ambiente”. La Ministra de Medio Ambiente C. Schmidt dice que no es necesario, pues Chile ya cuenta con los mecanismos que propone el acuerdo. ¿Se estarán burlando de la población infantil contaminada con metales pesados en las zonas de sacrificio? ¿O de la larga lista de casos que relacionan derechos humanos con medio ambiente en Chile?.
Que el gobierno de Sebastián Piñera se niegue a firmar el #AcuerdoDeEscazú, con argumentos tan carentes como esos, es confirmarle a Chile explícitamente su desprecio por los derechos humanos. Porque merecemos verdad, justicia, reparación, restauración, democracia, participación, porque tenemos memoria, y porque exigimos dignidad, para continuar construyendo un desarrollo basado en el buen vivir, decimos fuerte y claro #EscazúAhora!
